Durante mi etapa de estudiante a nivel primario y secundario, nunca se me pasó por la mente que sería docente. Si bien siempre tuve la vocación de explicar y acompañar a mis compañeros que presentaban dificultades en su desempeño escolar, no me imaginaba como maestro o profesor.
Concluido el secundario, ingresé en 1993 a la universidad, para estudiar la carrera de licenciatura en análisis de sistemas. No estaba muy convencido de la elección, ya que mis anhelos pasaban por la comunicación social, pero en ese entonces esa opción solo estaba disponible en la universidad privada y mis posibilidades económicas eran menos que malas. La universidad nacional era más accesible así que opté por ella, sabiendo que algo debía estudiar si pretendía superar y cambiar muchas de las realidades adversas que me acompañaron en la niñez y adolescencia.
Las dificultades económicas de la década del 90, la falta de tiempo para dedicarle plenamente al estudio (trabajaba y estudiaba), el poco esmero que le ponían algunos docentes catedráticos de la carrera y, por supuesto, mis irresponsabilidades, fueron algunos de los factores que hicieron que en septiembre del 93´dejara la carrera universitaria.
Al año siguiente, seguía muy confundido en cuanto a qué estudiar, pero estaba firme la convicción de que debía realizar una carrera superior si quería progresar. Trabajaba mucho (era verdulero), pero no ganaba lo suficiente. Ya había descartado la universidad, porque dejar el trabajo no era una opción en ese momento, así que buscaba otras alternativas de estudio.
Hablando de estos temas con un amigo, éste me preguntó: ¿por qué no te metés en un profesorado? A lo que le respondí: la verdad que no me veo como docente, no me imagino enseñando. Pasados unos días de esa charla, caminaba de regreso a casa, por la vereda de la escuela en la que funcionaba el Instituto Superior Amado Sirolli de General Güemes. En el instante que pasaba por el portón de acceso a la escuela, se despega y cae un cartelito que estaba mal adherido al mismo. Lo levanto para volverlo a pegar y leo: “Inscripciones abiertas para el profesorado de Geografía”, entonces una voz en mi cabeza me dijo ¿Por qué no?, así que ingresé al instituto para consultar sobre los requisitos para la inscripción y luego de un par de días ya estaba inscripto.
Durante el primer cuatrimestre de cursado de la nueva carrera, seguía con mis irresponsabilidades; la mayoría de los docentes, parecía que tenían menos ganas que yo; y, me ponía mil escusas que pudieran avalar mis intenciones de abandonar (de nuevo) el estudio. Afortunadamente contaba con compañeras y compañeros que me apoyaban, me motivaban y ayudaban a que no flaqueara en esa etapa de confusión por la que atravesaba.
Pasado la mitad de ese año, volvieron las intenciones de desertar, ya que se me complicaba, cada vez más, mantener la dualidad trabajo - estudio. Me puse a analizar la situación y fue entonces que recordé: los múltiples esfuerzos que hacía mi madre para que no nos faltara lo indispensable para vivir y que solo nos enfocáramos en estudiar; la cantidad de gente que siempre nos apoyaba y festejaba cada logro que consiguiéramos y también me vinieron a la mente las palabras del “Chileno” Vargas, un cliente que tenía mi abuela en su viejo almacén, el cual yo atendía en mi adolescencia (detalles para otra historia), que al despedirse siempre me decía: “Mire mijo... no existe el progreso, sin esfuerzo... no existe la gloria, sin sacrificios... no se llega a la felicidad, si no la buscamos con constancia y convicción... no hay peor fracaso que el no animarnos a luchar por nuestros sueños”... Así que me llené de ánimo, dejé de lado las falsas escusas y me propuse continuar.
Fue entonces que comencé a conocer, de verdad, a “La Geografía”, descubrí que es parte intrínseca de nuestra vida y consecuentemente comencé a amarla. Luego con las primeras prácticas docentes, percibí que con el contacto con los alumnos se despertaba mi pasión por educar, por ser parte de una misión que, si se asume con responsabilidad, busca incansablemente el desarrollo personal y social del prójimo.
Ya con mi profesión docente en desarrollo y en continuo aprendizaje, trabajando y compartiendo infinitas historias con mis alumnos, abracé esta vocación de entrega y compromiso que es “Educar”. Vocación que no solo implica poner al alcance de los alumnos, conocimientos, habilidades, recursos y estrategias que les permitan alcanzar su desarrollo personal y social; sino más bien, entregarnos con amor, en procura de su crecimiento en valores, que les posibiliten ser personas de bien y comprometidas con el prójimo.
Cierto día, luego de un acto de egresados, un alumno se me acercó y me abrazó diciéndome “gracias a usted hoy tengo mi título”, a lo que le respondí: no tienes nada que agradecerme. El me miró fijamente y me replicó “Gracias Profe, porque cada vez que quería abandonar por los numerosos problemas que había en mi familia... pensaba en sus clases, en la alegría que nos transmitía, en lo importante que nos hacía sentir, que no me atrevía a dejar de ir al cole, para no perder ese tiempo compartido con usted y su forma feliz de ser”.
Tremenda e inesperada expresión me dejó absorto y con lágrimas en los ojos, por lo que solo atiné a abrazarlo nuevamente y repetirle las palabras del Chileno Vargas “Mire Mijo... no existe el progreso, sin esfuerzo... no existe la gloria, sin sacrificios... no se llega a la felicidad, si no la buscamos con constancia y convicción... no hay peor fracaso que el no animarnos a luchar por nuestros sueños”...
Situaciones como estas me permitieron comprender lo valiosa que es nuestra misión de educar, la cual debe movilizarnos por el amor y el compromiso para con nuestro prójimo, especialmente con aquellos que más requieren de nuestro auxilio educador.
Luego de 19 años de desarrollo formal de la profesión docente (la mayor parte en Quimilí, Santiago del Estero), por razones familiares y personales tuve que renunciar al trabajo y cambiar de lugar de residencia. En mi nueva locación, por cuestiones varias, me es dificultoso conseguir trabajo de profesor de manera formal, pero, de lo que de ninguna manera me resulta difícil, es seguir siendo docente en cualquiera sea la actividad laboral y cotidiana que desempeñe. La docencia es un estilo de vida, que si se aprehendió con responsabilidad y amor, se desarrolla durante toda nuestra existencia.